El
pecado deja huellas profundas y heridas duraderas. Uno de sus mayores daños
consiste en hundir al pecador en la tristeza, la amargura, la desesperanza. Otro
daño es el de la dejadez: si caigo una y otra vez en lo mismo, ¿para qué luchar
por el cambio? Un daño más profundo y sutil consiste en llegar a la idea de que,
en el fondo, el pecado no es tan malo, incluso podría ser bueno para uno en su
situación actual...
Para el cristiano, el pecado es siempre una grave
ofensa al amor. El pecado lleva al hombre a ir contra Dios, al optar por su
egoísmo, y contra el prójimo, al preferir el propio bienestar en perjuicio de
otros.
Pero si la ofensa es grave, si implica un desorden en el
universo, la mano tendida de Dios puede provocar un cambio radical, incluso una
situación paradójicamente favorable para el bien.
El pecador que pide
misericordia, que se siente perdonado, permite el ingreso en el mundo de una
inmensa infusión de bien y de esperanza. La acción de Dios, al ofrecer su
perdón, suscita en los corazones una "nueva creación".
"Convertíos y
apartaos de todos vuestros crímenes; no haya para vosotros más ocasión de culpa.
Descargaos de todos los crímenes que habéis cometido contra mí, y haceos un
corazón nuevo y un espíritu nuevo. ¿Por qué habéis de morir, casa de Israel? Yo
no me complazco en la muerte de nadie, sea quien fuere, oráculo del Señor
Yahvéh. Convertíos y vivid" (Ez 18,30-32).
El corazón que se deja tocar
por el perdón de Dios entra en una nueva vida, empieza a existir en el Reino de
la misericordia. Si antes sufría bajo las cadenas del pecado, ahora goza en el
mundo del amor.
Los que antes éramos "no-pueblo" podemos llegar a ser
Pueblo de Dios. Los que vivíamos sin compasión, podemos ahora ser compadecidos
(cf. 1P 2,10).
La Encarnación, la Muerte, la Resurrección de Cristo, han
abierto las puertas de los cielos, han abierto las puertas de la misericordia.
Si el pecado introdujo el misterio del mal en el mundo, la obediencia del Hijo
al Padre ha provocado la revolución más profunda en la historia humana: el
perdón.
Quien acoge ese perdón, quien se deja tocar por el Amor redentor
de Cristo, ya no puede volver a pensar ni a vivir como pecador. Paradójicamente,
el pecado “provocó” la llegada de la gracia. Quien ha sido tocado por la
misericordia, quien ha abierto su alma a la conversión, empieza a vivir en el
mundo del amor.
"¿Qué diremos, pues? ¿Que debemos permanecer en el
pecado para que la gracia se multiplique? ¡De ningún modo! Los que hemos muerto
al pecado ¿cómo seguir viviendo en él? ¿O es que ignoráis que cuantos fuimos
bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él
sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue
resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también
nosotros vivamos una vida nueva. Porque si nos hemos hecho una misma cosa con él
por una muerte semejante a la suya, también lo seremos por una resurrección
semejante; sabiendo que nuestro hombre viejo fue crucificado con él, a fin de
que fuera destruido este cuerpo de pecado y cesáramos de ser esclavos del
pecado" (Rm 6,1-6).
Desde el pecado, borrado por la Cruz del Señor,
podemos avanzar hacia el amor. Quien ha recibido tanto amor, sólo puede
responder con amor. Quien ha sido perdonado, empieza a comprender que también él
necesita perdonar a sus hermanos (cf. Lc 6,37).
Sólo entonces seremos
semejantes al Padre de los cielos, que es bueno con todos, también con los
ingratos y los perversos (cf. Lc 6,35).
Porque tristemente un día fui
pecador. Pero Jesús, en su bondad, me dijo: "Tampoco yo te condeno. Vete, y en
adelante no peques más" (Jn 8,11).
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